Cualquier acto económico se decide a consecuencia de un juicio comparativo entre un precio, pagado en dinero, esfuerzo o dolor, y un valor respecto de lo adquirido: Objeto, servicio, etc. En nuestro caso, se trata de una obra material completa. Cabría suprimir el epíteto económico que califica el vocablo “acto”, sin que la proposición precedente dejara de ser válida. Pero vamos a ceñirnos a una obra de arquitectura y a los diversos contratos comprendidos en su mercado. Cuando un contratista compra, por ejemplo, materiales, el precio es el de venta del fabricante, y el valor conforma una función de la cantidad y la calidad.
La palabra calidad tendrá aquí un sentido muy próximo al de aptitud para el empleo, es decir, la calidad de ser idóneo para la fabricación o para la materialización de la obra que el contratista ejecuta, y ser de fácil colocación, es decir, sin despilfarro de horas/hombre de trabajo, de material y, accesoriamente, de energía.
El valor que el cliente le atribuye a una obra constituye una apreciación subjetiva del futuro objeto, estando éste caracterizado por el contenido y la calidad. El contenido supone una mirada superficial, dado por el número de piezas, el proyecto realizado, por ejemplo. Es también el valor de sistemas, equipos y suministros. La calidad se conformará por el grado de satisfacción a las exigencias preestablecidas y, en particular, a la demanda de efectividad de funcionamiento, escaso mantenimiento y prolongada vida útil.
Resulta notable que mientras la industria de la construcción consiste en comprar una red que todavía no existe, y por lo tanto, la apreciación a priori del valor de lo adquirido resulta de importancia capital, haya sido preciso aguardar a fecha muy reciente para que los clientes pudieran disponer de un medio para materializar una estimación.
Aquí es esencial observar que el fabricante de materiales es un industrial y, en la generalidad de los casos, un industrial que produce en serie un artículo. Muy por el contrario, el contratista que se compromete a efectuar una obra, el cual, da precio a lo que todavía no existe, no puede prever con exactitud su valor de ejecución. Cabe considerar que muchas industrias presentan un punto en común con la construcción: El tener que formular los precios de venta antes de haber realizado el encargo y, por lo tanto, contando solo con una previsión del precio de ejecución.
Incorporemos una variable angustiante (¿hace falta otra más?): El cliente puede ser buen o mal pagador. Ahora bien, los pagos son indispensables durante el curso de la obra. Si el cliente no paga o paga mal, habrá a su vez una considerable demora en el trabajo y la necesidad de recurrir a alguna forma de financiación externa.
Finalmente, recordemos que establecer el precio de venta incrementando en un tanto por ciento de beneficio, un precio de costo aproximado, es exponerse con toda seguridad, no a la suspensión de pasos, sino al cierre del negocio.
La vida de una empresa requiere de modo imperativo de la plena satisfacción de dos condiciones: La primera, tener encargos, y la segunda, recibir demandas las cuales, en promedio, sean beneficiosas y, en todo caso, que no presenten pérdidas…
Por el Arq. Gustavo Di Costa
Editor de Revista ENTREPLANOS