Nuestra forma de construir, equivocadamente, acepta y tolera altos niveles de desperdicio (no hay más que ver el contenido de un volquete estacionado en la cercanía de cualquier obra para despejar dudas al respecto), y esa conforma una clara muestra de los altos niveles de improvisación y retrabajos que la ausencia de ciertos documentos (planos de replanteo, detalles constructivos, etc.) genera.
Poco a poco, nos vamos a ver obligados a cumplir con las reglas de juego, para que en la pelea: Planificación y Programación versus Improvisación, el knock-out levante el brazo victorioso de una construcción realizada con calidad y buena vida útil.
Este desperdicio por falta de planificación no sólo abarca el proceso de materialización de la obra en su estadio de plena producción. El desmadre de recursos -insisto, por falta de planificación- se traslada tristemente a la vida útil de la construcción. En cuanto a instalaciones se refiere, el derroche resulta sumamente serio ya que demanda recursos energéticos. Vale decir, una instalación mal planeada tendrá su correlato en cuanto a su verificada ineficiencia.
A diario se valora la necesidad del ahorro energético debido a limitaciones del recurso, cuestión económica, efectos ambientales, etc. De ahí se infiere que, la demanda de energía debería ser satisfecha a través de un uso racional de la misma que prolongue la disponibilidad de fuentes no renovables (combustibles fósiles y nucleares), y las sustituya paulatinamente por fuentes renovables, formas directas e indirectas de la energía solar y energía geotérmica, conjuntamente con el desarrollo de nuevas tecnologías.
Dentro de este escenario, se inscribe la eficiencia energética de los edificios, integrando un sistema más amplio y no como una estrategia aislada, considerando que el uso de combustibles fósiles ocupa un 86% y las energías renovables un 1% del consumo mundial y un 88% y 4% respectivamente del consumo a nivel nacional.
La educación del profesional en el ámbito institucional posibilitaría la implementación de normativas que premien la eficiencia mientras que, entre los diseñadores, permitiría incorporar, en la más temprana toma de decisiones, las pautas de diseño que consideren la efectividad en todas las etapas de la vida útil del edificio.
Paralelamente, debería promoverse, por parte del usuario, la apropiación de tecnologías y modos de uso que le serían en principio, culturalmente ajenos, y han demostrado ser el talón de Aquiles de las campañas y programas de promoción de energías renovables. Se ha comprobado que los subsidios no son la panacea de estos programas, sino la venta financiada de sistemas y equipos dónde el usuario se transforma en partícipe, mientras recibe la asistencia técnica durante todo el período de operación y mantenimiento de dichos sistemas.
Modestamente entiendo, que nada de ello será posible si ya, desde la obra misma, se acentúa el desperdicio por mala (o nula) planificación de los trabajos.
Por el Arq. Gustavo Di Costa
Editor de Revista ENTREPLANOS