A lo largo de los siglos, el ritual del baño significó mucho más que unos pocos minutos dedicados al aseo personal. Para las civilizaciones antiguas de Egipto, Grecia y Roma, el baño adquiría connotaciones religiosas, entrelazadas con el placer, la ostentación de la riqueza, y también, con la incorporación de aceites y esencias aromáticas. El hábito del baño no sólo estaba ligado a la religión, sino también, a la medicina.
En los baños egipcios, las jóvenes doncellas esperaban su aseo arrodilladas sobre juncos, mientras las esclavas vertían sobre sus cabezas agua perfumada con mirra, azafrán o canela. Otra esclava cubría sus cuerpos con ungüentos y aceites, y luego, les acercaba ramilletes de flores, para que el perfume completara los efectos revitalizadores del baño. Pese a las diferencias de clase, ningún egipcio se privaba de un baño diario. Los menos adinerados humectaban su piel con aceite de ricino, mezclado con menta y orégano.
Los hebreos, al igual que los egipcios, desconocían el jabón. Lo reemplazaban mediante una arcilla jabonosa con un alto contenido de potasio. El problema era que dicha sustancia irritaba sensiblemente la piel; por ende, preferían también los aceites y ungüentos compuestos con aloe, canela, nardo, azafrán o mirra.
Parte de la sociedad griega odiaba los baños, pues los entendían como un símbolo de debilidad y consideraban que este tipo de hábito disimulaba el fuerte olor del atleta. Sin embargo, no todos los griegos compartían dicha opinión. Los más pudientes contaban en sus casas con recipientes repletos de agua para bañarse. Además, en todos los cruces de caminos, había una pila de mármol con agua para que los más humildes también pudieran bañarse.
Los romanos acudían a imponentes baños públicos, verdaderos palacios donde podían bañarse hasta 2.500 personas. Los bañistas que ingresaban a estos “templos del aseo” confiaban sus túnicas al guardarropas o capsarii. Luego, pasaban al “frigidarium”, donde se bañaban con agua fría, y después al “tepidarium” de agua tibia. Seguidamente, los esperaba el “caldarium”, una especie de sauna que provocaba abundante transpiración. Más tarde, unos servidores, los “strigile”, se dedicaban a limpiar a los concurrentes el sudor y depilarlos. Acto seguido, los “tractatores” -masajistas-, distendían los músculos de sus clientes para dar paso a los “unctores”, quienes los untaban con aceites perfumados.
La estética y el aseo personal han tenido una gran importancia en los usos y costumbres de diversas sociedades a través de las épocas.
Sin dudas, el gran cambio en el cuarto de baño se verificó con la incorporación, en el siglo pasado, de este local en el interior de la vivienda. La aparición del inodoro y su sifón crearían un baño más accesible, lejos del formato de aquel ambiente sanitario confinado a un destierro localizable “al fondo a la derecha”. Ese sencillo sistema, el cual emplea elementales principios físicos de la hidrodinámica, reescribió la historia, dado que la particularidad del inodoro consiste en su desagüe acodado, de modo de retener el agua en su interior, formando un cierre hidráulico o sifón, el cual impide el ingreso de olores desagradables en el local sanitario. El recientemente aprobado Código de Edificación de la ciudad de Buenos Aires ha decretado la “no obligatoriedad” de la instalación del bidet a efectos de acotar la superficie de los locales sanitarios en las “viviendas mínimas”.
En la actualidad, modernos sistemas que economizan el agua se mezclan con revestimientos de gran factura y belleza estética.
Novedosos materiales y sistemas encargados de continuar escribiendo la historia del baño a través de los tiempos.
Por el Arq. Gustavo Di Costa
Editor de Revista ENTREPLANOS